martes, 24 de mayo de 2016

todo lo que puedo ver

todo lo que puedo ver
es un territorio plagado de objetos, hilos, colores y figuras extrañas
moviéndose, acercándose, alejándose
nada de lo que pienso tiene que ver con eso
nada allí responde a otra cosa que al capricho
no se une lo que creo va a unirse
ni se aquieta o separa
lo que de modo insospechado
se agita o acopla

es la decadencia del tiempo y los espacios euclidianos
es la frustración de quien tantea en la oscuridad
segundos antes de saberse ya en la fiesta

martes, 15 de septiembre de 2015

Correr

hay un discurso
que corre solo.
y somos justamente allí,
por fuera de la soledad
del maratonista.

ese discurso nos dicta,
como maestra de primaria:
qué queremos,
qué nos duele,
qué nos falta,
qué nos quitaron.

hay que tener coraje
para subvertir los nombres.
y quedar a la intemperie
del deseo.

martes, 8 de septiembre de 2015

Trabajar

ella paseaba en su mano una ceniza
de por lo menos un centímetro y medio

no la pude seguir escuchando
me acordé de algo que escribí siendo más chica
 “ojala siempre se me enfríe el té cuando leo.”

ojala a su edad
las cenizas en mi mano
sientan vértigo

y al mirarlas estrellarse en el suelo
las olvide en mis ojos
ante el repentino recuerdo
de algo que escribí siendo más joven


miércoles, 27 de mayo de 2015

Sobre el poema soledades, de Benedetti

es tan cruda la verdad a veces
que las personas que ya han dejado de amarse
construyen una escenografía del amor
para no enfrentarse con la aridez
de encuentros agotados.

es tan cruel que no haya inicio
que pueda escapar de su final
que resulta menester un coraje robusto
para asumir que donde hubo un río
solo restan piedras horadadas.

es tan abisal la verdad
que no enjuiciaría a los que observo
llevando y trayendo las maderas y cimientos
para construir con experticia conmovedora
las mejores obras del refugio.

no los juzgaría aun siendo palpable
que la tristeza de habitar un vacío teatral
sean equidistante a la de abrazar la intemperie
y saberse en soledad.

lunes, 14 de abril de 2014

-¿Alguna vez sentiste que a todo lo que ves se le suma un pliegue, una dimensión, una superficie de diferencias innumerables, de vías alternativas, de versiones paralelas, que le arrebata el carácter de evidente a todo lo que está ahí afuera; la sensación de ausencia que se imprime en el cuerpo cuando esto sucede; y cómo apenas se asoma este pliegue del que te hablo se esconde, se escapa, se escurre a gran velocidad como la realidad de la caricia que viene desde un sueño a habitarte la piel por la mañana?

-No, nunca. 


sábado, 7 de septiembre de 2013

Los surcos del pensamiento popular pueden estar arados a tal punto que si no contestás lo que hay que contestar para formar parte del club de los aparentemente felices pero profundamente tristes, automáticamente pasás a formar parte del oscuro club de los claramente locos. Un boliche viejo que siempre queda del otro lado de la vida, digo, del otro lado de la vía que divide al pueblo. Dos o tres canchitas llenas de yuyo y mucho barro. Y esto porque no alcanza con hacer del loco un sinónimo de lo diferente. También tiene que ser sucio y viejo. Ahora, lo que no entiendo es por qué me dejo enhebrar una y otra vez por esto, cada vez que la mina, el pibe, la dama o el señor saca a relucir esa mirada de coté para decretar que alguien no está "in". Me dejo enhebrar, como si los afiliados al club de los aparentemente felices pero profundamente tristes la sacaran barata. Hay que mantener el club de ese césped, digo, el césped de ese club. Todo un laburito.

jueves, 18 de julio de 2013

Cervantes Urbano

Me había preguntado si estaba loca. Por primera vez, me preguntaba a mí misma si era cierto, si estaba loca. De repente me empezó a parecer extraño, insostenible, que mis ilaciones de pensamientos, ese aire apalabrado dentro de mi cabeza, tuviera la eficacia material de hacerme tropezar. Con una raíz, una piedra, un muerto. Una vez mis pensamientos frenaron a tiempo, mi pie se anoticiaba de que la gente puede morir caminando por la calle, y permanecer allí unos instantes hasta que alguien hace lo esperable: quitar la finitud de la vía pública. Volvamos. De repente comenzó a parecerme todo una locura, no puedo andar tropezándome con esta sospechosa frecuencia, a causa del aire. Estoy loca. Iba caminando hacia lo de mi escuchóloga, como hacía cada jueves. Me tropiezo, me tropiezo mucho cuando pienso. Pensar. No, eso no es pensar. Me tropiezo porque alguna especie de bicho rumiante se adueña de mi cabeza, entra, y me mira con esa cara de inquilino moroso, que usurpa. Usucapión.

Miro la hora, mido la distancia que falta, y todo esto gracias al tropezón que acababa de sacudir al bicho. Nunca me dan los números, otra vez a dos cuadras con 10’ de anticipación. Cada cuadra, 1’, y qué hago con los otro ocho. Esos ocho minutos en los que la eternidad existe para decirme: “sí señorita, usted se tropieza más de lo normal, es desagradablemente puntual y habla de bichos. Esta loca, loca bien loca, de remate”. Genial, muy ingenioso.

Como no sé qué hacer, presto atención a lo lento que puedo llegar a caminar, levantar y apoyar los pies suavemente, y vuelvo a calcular: nunca me va a tomar 10’ llegar a la escuchóloga. Además, llegar tan puntual no me tranquiliza a mí ni al bicho. Bueno, no queda más que seguir, todo en la vida parece ser así, no importa qué pase, hay que seguir. Y siguiendo lo veo. Parecía una escena montada, la calle vacía, es pleno otoño pero no hay hojas en ninguna parte, un silencio de barrio muy pintón, y eso ahí. Qué es eso que está ahí, en mi camino. Voy llegando y le encuentro forma. Es una hoja de un libro, amarillenta, desgarrada. Es tan claro que el universo puso eso ahí para mí como que el amor es tan sólo una pregunta.

Me agacho y agarro la hoja dejando su recuerdo en la vereda. Miro a mi alrededor, no hay bolsas, no hay más hojas, ni libros destartalados que alguien haya decidido tirar. Nada. No entiendo, y a mí me gusta entender. Cómo llega esta hoja arrancada hasta acá, necesito descubrir la cadena de eventos. Es imposible, no hay pistas. Es áspera y linda la página 139 y 140 de una vieja edición del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. Algo adentro mío se conmueve inmensamente. La verja de barrio, dónde más podría leer esto. Antes de comenzar la lectura, mis ojos pasean sobre las curvas de las letras, me gusta la tipografía, las formas, los manchones de tinta sobre algunos caracteres mal impresos, la sutil distancia entre letra y letra, imperfecta, que tanto me recuerda a las máquinas de escribir. Las palabras escritas, Lucía. Las palabras escritas son un túnel, un puente que alguien me regaló alguna vez, y eso es parte de mi nombre. Qué feliz es volver a un hogar, a un lugar que guarda calor.

Comienzo a leer, ‘copos de nieve’ es la primera frase. Cólera, aguamanil, enjuto. A Don Quijote lo lavan, lo lavan en un pluscuamperfecto barroco. Lo limpian, digo, ayer y de atrás para adelante: limpias y enjabonadas las barbas le lavaban al Hidalgo. Yo alguna vez leí las primeras hojas de este libro y ahora se sumaban inconexas las páginas 139 y 140. Sentí por dentro con soberbia certeza que ya no avanzaría más en esta historia, que me iría de esta tierra con la lectura de las primeras páginas del Quijote, más la 139 y la 140.

Releo fragmentos de la hoja mientras escribo estas líneas, se hacen un especial lugar en mi pecho dos expresiones: ´¿Qué decís entre vos, Sancho?’ y ‘¿Para qué es ponerme yo ahora a delinear y descubrir punto por punto y parte por parte la hermosura de la sin par Dulcinea (…)?’. Me arrebatan las ganas de preguntarle a alguien qué dice entre él, y de delinear punto por punto y parte por parte alguna belleza. Vuelvo a la verja, estoy leyendo, y cuando termino regresa el mundo que se había esfumado a mi alrededor. Cada cosa sigue en su lugar, aparece un perro, o estuvo ahí echado a mis pies todo el tiempo mientras leía.

Me levanto apalabrando esta escena que es, que me está siendo. La locura, Quijote y Sancho, el perro, la vereda. La locura no es un estado, una permanencia, pienso. Quijote y Sancho. Quijote y Sancho. Camino a mi escuchóloga, encuentro, luego de tropezar, una de las metáforas más hermosas que el mundo ha hecho acerca de la locura. La locura como movimiento, como lugares que se ocupan, como momentos, como alegría y batalla. Llego al timbre de los jueves con esta metáfora en mi cabeza, y me encuentro parada allí, una vez más creyendo en los mensajes urbanos con una fe devota. Antes de tocar miro la hora, es tarde, casi diez minutos tarde, no sé porque pero me recorre un alivio, un suspiro se me impregna en el cuerpo. Entro.

todo lo que puedo ver todo lo que puedo ver es un territorio plagado de objetos, hilos, colores y figuras extrañas moviéndose, acercándose...