domingo, 27 de enero de 2008

Porcelana

Una niña fría y frágil como la porcelana clava sus ojos en los míos, y esa estática escena parece emitir un juicio que es casi una condena.
Camino a su alrededor, mareándome. Ella, con una firme y segura inmovilidad, me sigue con sus ojos hasta donde le es posible.
Mueve uno de sus pequeños brazos con una suavidad y cuidado que merecen toda mi atención. La palma de su mano mira al cielo al tiempo que sus dedos se extienden, en un gesto de invitación.
Mi única reacción es un temblor que comienza en mis vísceras para terminar por debilitar mis extremidades. Balbuceo una estúpida pregunta: “¿Te dirigís a mí?” Sus ojos suspendidos en los míos cobran una intensidad casi insoportable, siento que mis pupilas son invadidas de mensajes que no puedo descifrar. Mis pestañas arden.
Su brazo cansado vuelve a descansar, cuidadosamente, al costado de su silueta, tan pequeña y vulnerable.
El pelo lacio se acomoda en sus hombros y cubre lentamente su rostro cuando la pequeña traslada su mirada hacia el suelo, esta vez, en un gesto de absoluta resignación. Siento ese movimiento como la condensación de todo lo irreversible que ha sucedido en mi modesta vida. Sin entender cómo, lo sé, sé que nunca más volverá a mirarme; cada uno de sus movimientos irradia una inexorable determinación.
Su delicado vestido blanco se tiñe de negro, y en medio de ese luto, mis pies descalzos se mojan con el líquido que derraman sus ojos.
Una desesperante y confusa impotencia me estremece y obliga a sacudir de sus bracitos con fuerza brutal. Al soltarlos la miro expectante: cae tiesa al suelo, quebrándose y esparciéndose como un cacharro viejo, arrojado desde gran altura.
Me siento al borde de mi cama, con hormigas caminándome por encima y por debajo de la piel. Al mirarme encuentro que mis ojos se hallan anclados en un estrecho suelo de té frío, abandonado en el fono de mi taza. Juntos configuran el cuadro de una tristeza tan melancólica como simple. Mis manos adormecidas y torpes yerran en tomarla por el asa; la taza estalla en pedazos contra el piso. Una inexplicable y sedienta nostalgia me invade a golpes, llenándome de desconcierto. De mis ojos brotan anchas y profundas lágrimas, casi exactamente como si aquello derramado en el piso fuese el último suspiro de una pureza que en un remoto tiempo me hubo pertenecido. Casi como aquello que no se conserva una vez transcurrida la infancia.

todo lo que puedo ver todo lo que puedo ver es un territorio plagado de objetos, hilos, colores y figuras extrañas moviéndose, acercándose...