sábado, 27 de febrero de 2010


Buenos Aires

El humo salía de su boca mientras esperaba en el semáforo con su carro lleno de almohadones viejos cargados de historias ajenas. Él dejaba que el peso de las dos grandes barras de hierro que sostenían el carro descansase sobre sus hombros. No había caballo. Había un hombre flaco. Fumaba sin manos (las manos aseguraban las barras a los hombros), echando el humo mediante un malabar labial: presionar el cigarro ligeramente para poder, a la vez, expulsar el humo. Verde en el semáforo, aprieta el cigarrillo y avanza. La avenida que debe cruzar es ancha, su cuerpo se achica aun más con tan burlona proporción. Pero la mirada no duda, es dura, tiesa, como si estuviese siguiendo una línea recta, como si apremiase llegar a algún sitio con los restos de ese viejo sofá. Esos almohadones cansados no podrán descansar de que sean otros los que descansen sobre ellos. Nadie oye los gritos de piedad de un sillón aturdido de chismes y testigo de revolcones. El paso apurado del hombre agita las telas rasgadas de los pasajeros del carro, el movimiento de una de ellas metaforiza muy bien el de una agonizante lengua afuera. La seriedad del paso del hombre flaco que fuma sin manos combate eficazmente hasta la más tenue intención de tocar bocina.

todo lo que puedo ver todo lo que puedo ver es un territorio plagado de objetos, hilos, colores y figuras extrañas moviéndose, acercándose...