En
la habitación se detuvieron las agujas del reloj que colgaba de una pared.
Quien lo había comprado años atrás dormía en la cama que estaba junto a la
ventana. El reloj era cuadrado, marrón y de plástico: “chino”. Aires bovaristas poco decorosos enfundaban sus agujas con
un papel metálico plateado, y trazaban, con notable vagancia, una serie de
vetas irregulares que pretendían imitar la madera. Como si todo esto fuese poca
humillación para la industria relojera, las agujas castañeteaban al marchar, y
no me refiero al legítimo “tic-tac”, sino a un sonido estridente sin traducción
convencional, parecido a: “chiquichik-chak”.
Haremos un paréntesis histórico aquí para que el lector pueda dimensionar la
aparente minucia que hemos descrito. Desde los inicios de la historia del
reloj, allá por 1300, el sonido esperable siempre ha sido el mismo: “tic-tac”.
Y esto no es un mero capricho conservadurista, la maquinaria interna de un
reloj mecánico es un mecanismo de suma complejidad, y la limpieza del sonido
que emite es un fiel retrato del ajuste de dicha maquinaria. Es por esto que un
reloj fue por mucho tiempo una obra de arte. Y es por esto que los relojes a
pila aún emiten aquel sonido característico: para mantener vivos los momentos adversos
de su historia, conservar la identidad, y esas cosas que pasan en todas las
comunidades. Además, el asentamiento de este sonido permitió a los seres
humanos habituar el oído, y posteriormente el cerebro, pudiendo así dormir en su
presencia sin que el inagotable compás alborote el sueño.
Esta
digresión no sólo explica la calaña del reloj que protagoniza nuestro relato,
sino que además explica algo crucial. Debido a las características del sonido
en cuestión, a nuestro joven le llevó más tiempo del promedio iniciar los
procesos de habituación mencionados, por lo que, en este caso, el repentino
“no-castañeteo” de las agujas funcionó como despertador. Fue el silencio el que
envió una señal de advertencia al interior del sueño que el muchacho que compró
el reloj estaba soñando. De repente todo allí dentro enmudeció, y al despertar
notó, no sólo que las manecillas estaban quietas, sino que todo a su alrededor
descansaba en un profundo silencio. Pensó en levantarse y hacer lo de siempre
para no dar importancia a la sensación fría que se le acababa de instalar en el
pecho. Cuando se dispuso a hacerlo, retiró las sábanas, pero éstas no hicieron
su típico frufrú, se puso las
pantuflas, y éstas no rozaron entre sí, ni rechinó el suelo de madera cuando
dieron su primer paso. Luego de algunos minutos de parálisis, y con un leve
temblequeteo en sus manos y un brillo de transpiración en el rostro, nuestro
protagonista desvió la dirección de sus pasos hacia el escritorio. Se sentó,
mientras un pensamiento flotaba en el aire “quién
se cree este venir a instalarse así en mi pieza”. Con un gesto de
resignación tomó lápiz y papel, y como si escribiera algo que nítidamente se
leía en un papiro del otro lado de su pecho, dibujó las siguientes palabras:
”el
cosquilleo de las pestañas
cuando
se arrima mi mirada
a
tus ojos-tobogán”
Luego de
separarse con desdén del papel y el lápiz, y como cualquier lector podrá
anticipar, nuestro muchacho se dirige hacia la puerta con aires de abandonar la
habitación, da un portazo y chiquichic-chak,
todo a su lugar.