jueves, 18 de julio de 2013

Cervantes Urbano

Me había preguntado si estaba loca. Por primera vez, me preguntaba a mí misma si era cierto, si estaba loca. De repente me empezó a parecer extraño, insostenible, que mis ilaciones de pensamientos, ese aire apalabrado dentro de mi cabeza, tuviera la eficacia material de hacerme tropezar. Con una raíz, una piedra, un muerto. Una vez mis pensamientos frenaron a tiempo, mi pie se anoticiaba de que la gente puede morir caminando por la calle, y permanecer allí unos instantes hasta que alguien hace lo esperable: quitar la finitud de la vía pública. Volvamos. De repente comenzó a parecerme todo una locura, no puedo andar tropezándome con esta sospechosa frecuencia, a causa del aire. Estoy loca. Iba caminando hacia lo de mi escuchóloga, como hacía cada jueves. Me tropiezo, me tropiezo mucho cuando pienso. Pensar. No, eso no es pensar. Me tropiezo porque alguna especie de bicho rumiante se adueña de mi cabeza, entra, y me mira con esa cara de inquilino moroso, que usurpa. Usucapión.

Miro la hora, mido la distancia que falta, y todo esto gracias al tropezón que acababa de sacudir al bicho. Nunca me dan los números, otra vez a dos cuadras con 10’ de anticipación. Cada cuadra, 1’, y qué hago con los otro ocho. Esos ocho minutos en los que la eternidad existe para decirme: “sí señorita, usted se tropieza más de lo normal, es desagradablemente puntual y habla de bichos. Esta loca, loca bien loca, de remate”. Genial, muy ingenioso.

Como no sé qué hacer, presto atención a lo lento que puedo llegar a caminar, levantar y apoyar los pies suavemente, y vuelvo a calcular: nunca me va a tomar 10’ llegar a la escuchóloga. Además, llegar tan puntual no me tranquiliza a mí ni al bicho. Bueno, no queda más que seguir, todo en la vida parece ser así, no importa qué pase, hay que seguir. Y siguiendo lo veo. Parecía una escena montada, la calle vacía, es pleno otoño pero no hay hojas en ninguna parte, un silencio de barrio muy pintón, y eso ahí. Qué es eso que está ahí, en mi camino. Voy llegando y le encuentro forma. Es una hoja de un libro, amarillenta, desgarrada. Es tan claro que el universo puso eso ahí para mí como que el amor es tan sólo una pregunta.

Me agacho y agarro la hoja dejando su recuerdo en la vereda. Miro a mi alrededor, no hay bolsas, no hay más hojas, ni libros destartalados que alguien haya decidido tirar. Nada. No entiendo, y a mí me gusta entender. Cómo llega esta hoja arrancada hasta acá, necesito descubrir la cadena de eventos. Es imposible, no hay pistas. Es áspera y linda la página 139 y 140 de una vieja edición del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. Algo adentro mío se conmueve inmensamente. La verja de barrio, dónde más podría leer esto. Antes de comenzar la lectura, mis ojos pasean sobre las curvas de las letras, me gusta la tipografía, las formas, los manchones de tinta sobre algunos caracteres mal impresos, la sutil distancia entre letra y letra, imperfecta, que tanto me recuerda a las máquinas de escribir. Las palabras escritas, Lucía. Las palabras escritas son un túnel, un puente que alguien me regaló alguna vez, y eso es parte de mi nombre. Qué feliz es volver a un hogar, a un lugar que guarda calor.

Comienzo a leer, ‘copos de nieve’ es la primera frase. Cólera, aguamanil, enjuto. A Don Quijote lo lavan, lo lavan en un pluscuamperfecto barroco. Lo limpian, digo, ayer y de atrás para adelante: limpias y enjabonadas las barbas le lavaban al Hidalgo. Yo alguna vez leí las primeras hojas de este libro y ahora se sumaban inconexas las páginas 139 y 140. Sentí por dentro con soberbia certeza que ya no avanzaría más en esta historia, que me iría de esta tierra con la lectura de las primeras páginas del Quijote, más la 139 y la 140.

Releo fragmentos de la hoja mientras escribo estas líneas, se hacen un especial lugar en mi pecho dos expresiones: ´¿Qué decís entre vos, Sancho?’ y ‘¿Para qué es ponerme yo ahora a delinear y descubrir punto por punto y parte por parte la hermosura de la sin par Dulcinea (…)?’. Me arrebatan las ganas de preguntarle a alguien qué dice entre él, y de delinear punto por punto y parte por parte alguna belleza. Vuelvo a la verja, estoy leyendo, y cuando termino regresa el mundo que se había esfumado a mi alrededor. Cada cosa sigue en su lugar, aparece un perro, o estuvo ahí echado a mis pies todo el tiempo mientras leía.

Me levanto apalabrando esta escena que es, que me está siendo. La locura, Quijote y Sancho, el perro, la vereda. La locura no es un estado, una permanencia, pienso. Quijote y Sancho. Quijote y Sancho. Camino a mi escuchóloga, encuentro, luego de tropezar, una de las metáforas más hermosas que el mundo ha hecho acerca de la locura. La locura como movimiento, como lugares que se ocupan, como momentos, como alegría y batalla. Llego al timbre de los jueves con esta metáfora en mi cabeza, y me encuentro parada allí, una vez más creyendo en los mensajes urbanos con una fe devota. Antes de tocar miro la hora, es tarde, casi diez minutos tarde, no sé porque pero me recorre un alivio, un suspiro se me impregna en el cuerpo. Entro.

sábado, 6 de julio de 2013

Colectivo

aunque este vidrio rutero tenga pudor
y se vista con el rocío de la noche
las luces de los autos que  pasan
lo desnudan con violenta impunidad
dejando al descubierto
el recorrido que los roces ajenos
le garabatean la piel.

casi en caricia
esas luces alcanzan mis mejillas
me traen de vuelta
[y sucede el milagro
del escozor sideral]

me pregunto cómo recortar,
con qué tijera, para quién,
cómo recortar un instante,
una imagen, una flor,
una confluencia infinitamente contingente de eventos,
cómo recortar las capas
que hacen que esta insospechada configuración de casualidades
desperece los pelos de mis antebrazos,
diciéndome que vivo, que hoy, que sol, que nombres.

cómo recortar para mí
cómo recortar para regalar
para compartir
¡cómo darte la secuencia irrepetible de flechas
cosquilleando sobre esta piel que es mía!

cómo recortar un segundo
caprichosamente único
entre tanta oferta  de tijeras
entre tanto recorte  inmediato,
instantáneo, obsceno, barato.

la soledad camuflada
en el collage colectivo

.

baila en algodón mi lámpara de techo
con la austera marcha del viento
afuera el mar está calmo
y hay luz untada en la ventana

a veces pienso con fuerza abisal
que el mundo entra en la nuez
de mi corazón de manzana

.


Sigur Rós - Valtari - Varúo   [video]

todo lo que importa
lo que se acopla
prescinde de memorias
vuelve

.

están en los lugares más insospechados
camuflados, acamaleonados
esperando que alguien les salte encima

[a veces no queda más
que la esperanza de un túnel]

montaner


Esa pasión obscena
con la que canta
la quinielera:
la cabeza inclinada,
apoyada sobre un hombro ausente
moviendo los labios
con la impudicia y desmesura
de quien decreta la existencia
del amor magnánimo,
ese,
que todo lo puede.

apoyada sobre un hombro ausente.

todo lo que puedo ver todo lo que puedo ver es un territorio plagado de objetos, hilos, colores y figuras extrañas moviéndose, acercándose...