Cervantes Urbano
Me
había preguntado si estaba loca. Por primera vez, me preguntaba a mí misma si
era cierto, si estaba loca. De repente me empezó a parecer extraño,
insostenible, que mis ilaciones de pensamientos, ese aire apalabrado dentro de
mi cabeza, tuviera la eficacia material de hacerme tropezar. Con una raíz, una
piedra, un muerto. Una vez mis pensamientos frenaron a tiempo, mi pie se
anoticiaba de que la gente puede morir caminando por la calle, y permanecer
allí unos instantes hasta que alguien hace lo esperable: quitar la finitud de
la vía pública. Volvamos. De repente comenzó a parecerme todo una locura, no
puedo andar tropezándome con esta sospechosa frecuencia, a causa del aire. Estoy
loca. Iba caminando hacia lo de mi escuchóloga, como hacía cada jueves. Me
tropiezo, me tropiezo mucho cuando pienso. Pensar. No, eso no es pensar. Me
tropiezo porque alguna especie de bicho rumiante se adueña de mi cabeza, entra,
y me mira con esa cara de inquilino moroso, que usurpa. Usucapión.
Miro
la hora, mido la distancia que falta, y todo esto gracias al tropezón que
acababa de sacudir al bicho. Nunca me dan los números, otra vez a dos cuadras
con 10’ de anticipación. Cada cuadra, 1’, y qué hago con los otro ocho. Esos
ocho minutos en los que la eternidad existe para decirme: “sí señorita, usted
se tropieza más de lo normal, es desagradablemente puntual y habla de bichos.
Esta loca, loca bien loca, de remate”. Genial, muy ingenioso.
Como
no sé qué hacer, presto atención a lo lento que puedo llegar a caminar, levantar
y apoyar los pies suavemente, y vuelvo a calcular: nunca me va a tomar 10’
llegar a la escuchóloga. Además, llegar tan puntual no me tranquiliza a mí ni
al bicho. Bueno, no queda más que seguir, todo en la vida parece ser así, no
importa qué pase, hay que seguir. Y siguiendo lo veo. Parecía una escena
montada, la calle vacía, es pleno otoño pero no hay hojas en ninguna parte, un
silencio de barrio muy pintón, y eso
ahí. Qué es eso que está ahí, en mi camino. Voy llegando y le encuentro forma.
Es una hoja de un libro, amarillenta, desgarrada. Es tan claro que el universo
puso eso ahí para mí como que el amor es tan sólo una pregunta.
Me
agacho y agarro la hoja dejando su recuerdo en la vereda. Miro a mi alrededor,
no hay bolsas, no hay más hojas, ni libros destartalados que alguien haya
decidido tirar. Nada. No entiendo, y a mí me gusta entender. Cómo llega esta
hoja arrancada hasta acá, necesito descubrir la cadena de eventos. Es
imposible, no hay pistas. Es áspera y linda la página 139 y 140 de una
vieja edición del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. Algo adentro mío
se conmueve inmensamente. La verja de barrio, dónde más podría leer esto. Antes
de comenzar la lectura, mis ojos pasean sobre las curvas de las letras, me
gusta la tipografía, las formas, los manchones de tinta sobre algunos
caracteres mal impresos, la sutil distancia entre letra y letra, imperfecta,
que tanto me recuerda a las máquinas de escribir. Las palabras escritas, Lucía.
Las palabras escritas son un túnel, un puente que alguien me regaló alguna vez,
y eso es parte de mi nombre. Qué feliz es volver a un hogar, a un lugar que
guarda calor.
Comienzo
a leer, ‘copos de nieve’ es la primera frase. Cólera, aguamanil, enjuto. A Don
Quijote lo lavan, lo lavan en un pluscuamperfecto barroco. Lo limpian, digo,
ayer y de atrás para adelante: limpias y
enjabonadas las barbas le lavaban al Hidalgo. Yo alguna vez leí las
primeras hojas de este libro y ahora se sumaban inconexas las páginas 139 y
140. Sentí por dentro con soberbia certeza que ya no avanzaría más en esta
historia, que me iría de esta tierra con la lectura de las primeras páginas del
Quijote, más la 139 y la 140.
Releo
fragmentos de la hoja mientras escribo estas líneas, se hacen un especial lugar en mi pecho dos
expresiones: ´¿Qué decís entre vos, Sancho?’ y ‘¿Para qué es ponerme yo
ahora a delinear y descubrir punto por punto y parte por parte la hermosura de
la sin par Dulcinea (…)?’. Me arrebatan las ganas de preguntarle a
alguien qué dice entre él, y de
delinear punto por punto y parte por parte alguna belleza. Vuelvo a la verja, estoy leyendo, y cuando termino regresa el mundo que se había esfumado a mi alrededor. Cada cosa sigue en su
lugar, aparece un perro, o estuvo ahí echado a mis pies todo el tiempo mientras leía.
Me levanto apalabrando esta escena que es, que me está siendo. La locura, Quijote y Sancho, el perro, la vereda. La locura no es un estado, una permanencia, pienso. Quijote y Sancho. Quijote y Sancho. Camino a mi escuchóloga, encuentro, luego de tropezar, una de las metáforas más hermosas que el mundo ha hecho acerca de la locura. La locura como movimiento, como lugares que se ocupan, como momentos, como alegría y batalla. Llego al timbre de los jueves con esta metáfora en mi cabeza, y me encuentro parada allí, una vez más creyendo en los mensajes urbanos con una fe devota. Antes de tocar miro la hora, es tarde, casi diez minutos tarde, no sé porque pero me recorre un alivio, un suspiro se me impregna en el cuerpo. Entro.
Me levanto apalabrando esta escena que es, que me está siendo. La locura, Quijote y Sancho, el perro, la vereda. La locura no es un estado, una permanencia, pienso. Quijote y Sancho. Quijote y Sancho. Camino a mi escuchóloga, encuentro, luego de tropezar, una de las metáforas más hermosas que el mundo ha hecho acerca de la locura. La locura como movimiento, como lugares que se ocupan, como momentos, como alegría y batalla. Llego al timbre de los jueves con esta metáfora en mi cabeza, y me encuentro parada allí, una vez más creyendo en los mensajes urbanos con una fe devota. Antes de tocar miro la hora, es tarde, casi diez minutos tarde, no sé porque pero me recorre un alivio, un suspiro se me impregna en el cuerpo. Entro.